Una más, de las sabatinas intempestivas de Morán, los sábados en La Vanguardia, quizás el único periódico editado en Españaza digno de tal nombre.
Lo que nos enseñó PinochetGregorio Morán
No les arriendo la ganancia a los futuros historiadores españoles. Tendrán mucho trabajo retirando las capas que hemos ido echándonos encima. Sin ponernos grandilocuentes, pero sí un poco cachondos, que ya llega la Navidad: no somos la generación más mentirosa, porque esto es difícil de precisar y además hay mucha competencia, pero de lo que no me cabe duda alguna es que somos la que ha hecho mayor esfuerzo para engañarse a sí misma y a sus herederos. Y con éxito. No sólo nos engañamos que es un gusto sino que hemos trasmitido urbi et orbi que somos lo que no somos y estamos orgullosos de serlo. Hemos adquirido tal capacidad para tragar ruedas de molino que nos exhibimos ante los chicos estos que arrasan y afirmamos con un gesto de superioridad: ¡que no son ruedas de molino, que son golosinas! Nuestros historiadores futuros tendrán que hacer cursillos de arqueología para ir desenterrándonos pieza a pieza, si es que merece la pena, que tengo mis dudas.
Esos caballeros tan historiados y seguros, ¿eran aquéllos que yo conocí, o tenían hermanos gemelos? ¿O son sus hijos? Nuestra historia actual, como nuestro periodismo, no tiene nombres; todo son generalidades, y así nadie se da por aludido. Vamos a ver, ¿ese genio de la síntesis histórica, que pontifica con trabajosa prosa ignaciana, que firma Santos Juliá, ¿es aquel mismo jesuita de 1973, o ya no era jesuita sino que preparaba la tesis doctoral sobre el PSOE, que le publicó y le promocionó activamente el olvidadísimo Tino Lastra, el de Siglo XXI, en 1977, y del que conservo por cierto el tarjetón que acompañaba al libro, ay, recomendándole? Ese implacable energúmeno de la pasión patriótica, Antonio Elorza, el justiciero aventado, ¿era aquel Andoni Elorza del PC de Euskadi en su etapa abertzale? Y el tipejo fraudulento que firma una columna biliosa en ABC como César Alonso de los Ríos, después de hacer de mamporrero de Santiago (Carrillo) en el semanario La Calle, luego por el PSOE y por la OTAN, ¿es el mismo redactor jefe que sacó en 1973 aquella portada escueta como un grito, CHILE, en mayúsculas negras que aún retengo en mi retina? Podría seguir haciendo amigos, pero basta con estos casos de galante notoriedad, porque no tengo ninguna gana de meterme con nadie, lo único que pretendo es entender algo. Y ya que no lo consigo, al menos que me dejen decir que son ruedas de molino, que no son rosquillas.
Eso y otro montón de cosas me venían a las mientes mientras contemplaba el arcón acristalado de Pinochet. Y comparaba los túmulos, aquel de Franco en el Palacio de Oriente y éste de Pinochet, y comparaba también ambos funerales. Nada que ver, tan diferentes ambos que cualquier comparación sería como un subterfugio. Los dos murieron en la cama, pero ni los lechos mortuorios podían compararse. Las penas de los últimos años de Franco se reducían a quejarse de los achaques de la salud y de lo poco que le recompensaba Dios y sus administradores en la Tierra, la Iglesia católica, por sus desvelos de cristiano viejo. Los agrios últimos años de Pinochet tuvieron mucho de condena. Que merecía el fusilamiento no me cabe duda alguna, por felón, por criminal y por terrorista uniformado. A mí la muerte de Franco, su túmulo reverenciado por muchísimos miles de españoles, no me dijo nada entonces y menos aún ahora.
Pinochet nos enseñó varias cosas que hoy podrán parecer obvias pero que entonces nos obligaron a reflexionar. Primera y principal: el recurso al terrorismo, al asesinato -por supuesto, a la mentira-, por parte del Gobierno de Estados Unidos, amparado en la ley de plomo de la guerra fría, tuvo en el Chile de Salvador Allende una plasticidad tal que aún hoy, cuando veo la jeta blancuzca y sonriente de Henry Kissinger no puedo reprimir la arcada. La desestabilización y quiebra del socialismo allendista en Chile tuvo una causa exógena, y fue provocada por la administración de Nixon y planificada por la tortuosa capacidad de otro criminal de guerra, Henry Kissinger. No podía triunfar una vía democrática al socialismo porque eso era tanto como cuestionar la gran falacia de la guerra fría. Fuera de los intereses estratégicos y geopolíticos, en impura política de Estado, ni la Unión Soviética ni la Cuba castrista tenía el más mínimo interés en que la experiencia triunfara. El fracaso de la vía democrática al socialismo era para ellos una doble victoria; comprometer a EE.UU. en un caso flagrante de violación e intervencionismo, y demostrar que la vía pacífica estaba cegada.
Pero luego estaba la segunda lección, no menos principal que la primera. No se puede dar un vuelco a una situación, o lo que es lo mismo, iniciar un proceso de cambio revolucionario, con la mitad más uno de la población, y en ocasiones menos. O se convence a la gente, o se la reprime; en política no cabe otra opción. Azuzados por una izquierda radical salida en su mayoría de las sacristías, donde es sabido que se explica que la vida es sacrificio y el futuro auténtico está en el cielo -Marta Harnecker fue el producto más acabado y dogmático de aquel personal cándido e irresponsable; no olvidaré nunca una conversación con ella en La Habana, derrotada y casada con el infame jefe de los servicios de intervención exterior de Cuba; no sé si hay espía bueno, pero jefe de espías honesto es imposible-. Hay que hablar del crimen intervencionista norteamericano, pero también de aquellos muchachos del MIR, que crearon inmejorables condiciones para el golpe militar.
Y también la leyenda de las tradiciones. El patriotismo de izquierda. La ingenuidad en política no es otra cosa que inexperiencia. Los errores se pagan con la misma fuerza si somos cándidos que si somos malévolos, sólo que si somos simples nos cargarnos de más justificaciones para explicar nuestra estupidez. ¡Las tradiciones democráticas del ejército chileno! Boberías de guía turístico. Era, fue, y sigue siéndolo, un ejército formado sobre el patrón prusiano, del que se sentía más orgulloso que de las tradiciones democráticas plebeyas. Ellos fueron el fiel de la balanza, pero Allende y la situación social y la presión norteamericana desestabilizaron la balanza y los platillos cayeron para el lado que suelen hacerlo. Apareció entonces la realidad desnuda, y la charlatanería de la izquierda armada. ¿Una guerra civil? ¡No, imbécil, una masacre! Aquella pregunta que se hizo Enrico Berlinguer a partir de la experiencia chilena cobró al fin la categoría de reflexión política. ¿Cuántas masas se necesitan para parar un tanque? Los simples apelarán a la foto de Pekín y al joven que detiene la hilera de carros blindados, pero es una foto, un icono magnífico. La evidencia está en que aún no sabemos cuántas miles de personas murieron por lo de Tiananmen. Me crispan los iconos, porque son los argumentos de la candidez que sirven para que se inmolen los creyentes.
El golpe de Pinochet en Chile obligó a hacer reflexiones sobre la derrota. ¿Se han fijado que las victorias se estudian en las academias militares y las derrotas en los partidos políticos? Curiosa diferencia que nos obliga a ser más cuidadosos cuando se trata de hacer inventos que cuestan muchas vidas. La lucha armada en América Latina aún está por estudiar. Está por hacer el balance atroz, la liquidación de generaciones enteras de los mejores, de lo más granado y más brillante que surgió en la política desde 1959. El espejismo letal del foco guerrillero castrista. Ningún europeo se puede hacer a la idea de cuánto talento se enterró en las selvas para la más inútil y entusiasta de las peleas. Y aún sigue el fantasma sin desvelar. Mucha retórica sobre nuestros héroes caídos en combate, pero entre Camilo Torres el colombiano y Hugo Chávez el venezolano hay un salto de culo, o como decía aquel 'una ofensiva sobre la retaguardia'. Los héroes sirven sobre todo para hacerles esculturas. La ingenuidad en política es un delito profesional.
Lo digo con auténtico pesar porque es un asunto que me cuece dentro. En 1974, por razones de solidaridad y militancia, me convirtieron en instructor para cuestiones de clandestinidad y aparatos de propaganda -en el pomposo lenguaje de la época- del chileno Carmelo Soria. Estaba negado para la clandestinidad; era simpático, abierto, gran conversador, apasionado galanteador. Parecía un poema de Neruda en su época brillante. Y por si fuera poco tenía buena talla y llamaba la atención; uno de esos tipos que cae bien a primera vista. Exactamente todo lo contrario del sórdido manual del clandestino. Pero los comunistas chilenos machacados por la represión no debían disponer de muchos hombres con una tapadera tan magnífica como la de Carmelo Soria, asesor de la ONU. Recuerdo la despedida en la calle Ibiza de Madrid, bordeando el Retiro. Yo era consciente de que aquel hombre iba al sacrificio y él lo asumía con una dignidad que aún me emociona al recordarle, porque era mucho más consciente que yo de lo inevitable. Se sabe que la policía de Pinochet le torturó hasta la muerte y que luego le metió en su coche y lo echó a un río para que el agua disimulara las huellas. Pero aquel hombre con su risa franca y su gracia natural había nacido para la libertad y perdió la vida luchando por recuperarla. Lo siento por la corresponsal de Televisión Española, María José Ramudo, que hubo de soportar la agresión de los pinochetistas durante el velatorio de la bestia galante -es fama que Pinochet era muy amable con las damas-, pero cuando un fascista le arrancó el micrófono y gritó 'españoles hijos de puta', confieso que me dio un vuelco el corazón y me sentí orgulloso.
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