Si hoy alguien me preguntase ¿cómo es el país en el que vives?, yo diría que es un país grotesco. Es el adjetivo, por ejemplo, para el tema del post anterior. Grotesca es esa estúpida e incoherente corrección de “me parece de pésimo gusto pero no deberían secuestrarla” –velocidad y tocino- y grotesca es la competición entre columnistas de ABC y La Rázon por convertirse el más fiel abrillantador de letrinas reales.
Que sí, que ya sé que la sociedad es mucho más compleja y la gente más lista de lo que parece por la tele, y que de hecho la sociedad –uséase, la gente- está por delante de la clase política, periodística y empresarial. Pero luego las cosas suceden. Sucede que desde El Jueves digan que el fiscal intervino porque vió el tomate y no sé si es cierto, pero es desde luego verosímil. Sucede que los intelectuales modernos son, según se trate de un público objetivo u otro, Juan Manuel de Prada y sus diatribas contra Darwin o Espido Freire, que escribe ensayos sobre las hermanas Brönte al tiempo que explica los problemas laborales de las últimas generaciones del baby boom.
Suceden cosas como Jesús Gil. Quizá alguien un día me explicará cómo un criminal millonario, bruto y analfabeto -es lo que entendemos aquí por movilidad social- acabó presentando un programa de televisión, convertido en representante del gracejo popular. Su mayor y único mérito fue un profundo conocimiento de la realidad española de la que es producto. No un conocimiento analítico, sino más bien el conocimiento que tiene el burro sobre el camino al abrebadero. El saber, por ejemplo, que causar la muerte de decenas de personas se podía compensar pagando 400 millones al Generalísimo. O que uno puede ser alcalde por los siglos de los siglos siempre y cuando ponga mármol en las calles y unte generosamente a los poderes fácticos y/o a sus competidores, pues el rebaño electoral se limitará a decir “qué bonita está Marbella”. Que si además consigues que la gente
famosa luzca palmito en tu paseo marítimo ya te puedes pasar por el arco del triunfo todas las leyes vigentes y manejar como un cortijo empresa, ayuntamiento, patrimonio familiar y club de fútbol, pues sabido es que si algo nos gusta es arrimar cebolleta a alguien que creemos que manda. Lo del Atleti, fíjense, es un trampolín casi circunstancial aunque, claro, en un país donde la televisión pública emite El Rondo, el mundillo futbolístico le viene como anillo al dedo a esta clase de gente. Aunque es chocante que después de 20 años y dejar el equipo como un solar se le recuerde como el presidente del doblete.
Así que, después de que todos nos hayamos llevado las manos a la cabeza como el capitán francés al descubrir que en Marbella se juega, Gil
despierta simpatía como El Algarrobo. Porque, si no, explíquenme
esta foto. Si el Estados Unidos de después de la Guerra Fría creó Enron y sus smart guys, la España de después de la Transición creó a Jesús Gil. No nos engañemos, Gil murió en la piltra, robando y mandando, como el babeante y mediocre Generalísmo. La gran virtud española es la adoración del poder desde una autoimpuesta independencia, reírle las gracias al que manda y sacar pecho por ello. Nos siguen gustando las caenas, pero sabemos disimular como nadie. ¿Es o no es grotesco?
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