Los ricos, esos desvergonzados
Por Gregorio Morán
No nos reímos ni nada de los albaneses! Europa entera, empezando por los grandes mercados financieros, se descojonaban de risa. Albania, un país que salía del más cafre de los comunismos, tras tropecientos años de dictadura ominosa y absurda hasta el delirio, había descubierto el intríngulis del capitalismo; se podía vivir sin trabajar, apenas uno invirtiera en bolsa. Una bolsa a la albanesa, por supuesto. Usted colocaba sus dineros en el chiringuito de un fulano listo, al que conocía todo el pueblo, y recibía intereses suculentos. Al principio, cada año. Luego cada seis meses, y al final, cada trimestre. Bastaba trabajar un año y luego poner el dinero ahorrado a florecer.
Fueron los tiempos de las famosas pirámides albanesas, que no eran una obra arquitectónica pero tenían más secretos que las de los faraones. Todo el país, desde el más pringado de los oficinistas hasta ministros y primeros ministros, todos, descubrieron que el capitalismo tenía un truco y que ellos, por ser albaneses descendientes del gran Skanderberg, lo habían pillado apenas descuajeringado el socialismo borreguil de Enver Hoxa. Vivieron y disfrutaron del capitalismo salvaje durante siete años, de 1990 a 1997. Fue, digámoslo todo, un periodo de gozo blanqueador de dinero negro; se compraron armas para Kosovo a precios del mercado del oro, y así se pudieron armar todos, y la droga y la prostitución. Fue de fábula y aún están esperando que alguien lo cuente por lo menudo. Albania, el culo de Europa, demostró en un quítame-esa-estatua que ser capitalista era un privilegio sólo concedido a los pueblos avispados. ¡No nos reímos ni nada de los albaneses cuando se descubrió la estafa piramidal!
¡Pero, hombre, Bernard L. Madoff, el rey del Palm Beach Country Club, el judío pródigo, modelo de generaciones de sionistas -la Universidad Yeshiva-, el caballero amable jactancioso de su señora, la única, hoy lamentablemente retenida, y con dos hijos prodigiosos, Marc y Andrew, y sobrinas y nietas, en fin, el mago de las finanzas del siglo XXI, el que marcaba el camino, el mesías financiero de la nueva era, el Midas de los Midas! No sólo detectaba dónde estaba el dinero, sino que te lo sacaba y luego lo multiplicaba. Los rústicos albaneses duraron con su invento apenas siete años, pero Madoff alcanzó cuarenta. Y como le podrá explicar cualquier alumno de primero de económicas, lo suyo no era la vulgar pirámide, que al fin y al cabo exige muchos cómplices para el delito, sino el esquema Ponzi, en el que basta con uno que esté en el secreto.
Confieso mi embeleso ante el fenómeno de Bernard L. Madoff. Bastaría decir que aún hoy me quedo perplejo ante el más grande estafador que ha conocido la historia. Me refiero a estafas económicas, porque en las políticas las ha habido mayores. Y reflexionemos un momento sobre la unción con la que se le trata, una prueba inequívoca del respeto al dinero. Porque a diferencia del criminal político, y no digamos del criminal a secas, del asesino múltiple, el delincuente económico de altura ejerce una atracción diabólica. Ocurre con ellos como con las damas hermosas entradas en años: quien tuvo retuvo. Sin esa complicidad no sería posible entender por qué un atracador, un ladrón, lo que en definitiva es Madoff, fuera detenido de un modo que ni a usted ni a mí, por mucha gracia y mucha suerte que tengamos, jamás nos otorgarían. Si usted hubiera robado un banco, sin desgracias personales, como se dice ahora, le detendría un grupo policial que le llevaría a trompicones hasta la comisaría. Eso, si tiene la suerte de que no le toque algún chico airado de los Mossos d'Esquadra, que le puede forrar a hostias y encima los plumillas tertulianos le dirán que bien merecido se lo tiene, por emigrante.
¡Cómo no me va a fascinar Madoff si ahí está el mejor guión de Hollywood de los últimos años! Imagínense que el policía que le fue a detener, inspector Theodore Caciopi, después de llamar a la puerta -detalle importante, tratándose de un delincuente de máxima categoría; lo normal hubiera sido derribarla de una patada o con el pequeño explosivo al uso; a usted y a mí nos lo harían, por mucho menos, sin necesidad de ser reincidentes con cuarenta años de ejercicio-, y una vez expedita la entrada y enfrentado el policía Caciopi al criminal veterano, le espeta esta pregunta antológica: '¿Hay alguna explicación inocente?'. Se fijan bien, retienen el momento histórico. La justicia de los Estados Unidos, enfrentada al más grande de los delincuentes económicos de su larga historia delictiva, le echa una mano comprensiva, que ni los grandes del género, Simenon, Agatha Christie, no digamos ya el inmenso Dashiell Hammett, o el sublime Raymond Chandler, hubieran imaginado nunca. ¿Una explicación inocente? No hay guionista, lo reconozco, capaz de tal genialidad discursiva.
Y entonces, Madoff, en caballero impecable, que no dudo que lo sea, ¿por qué no iba a serlo? Nadie que no fuera un caballero podría engañar durante cuarenta años a todos los caballeros que estafó. Y entonces, Madoff respondió: 'No hay ninguna explicación inocente'. Magistral. Sería el momento para hacer una pausa para la publicidad y las agencias pagarían millones por esa cuña. Bien, prosigamos. Le llevan ante el juez, y ¿qué creen que hizo ese jurista impertérrito? Pues le obligó a permanecer en casa por las noches, y de día, ponerse una tobillera de alarma electrónica. Qué detalle emotivo. ¡Una tobillera! El día que por un desliz -tengo muchos- me detengan los Mossos d'Esquadra yo me pido una tobillera y luego que no me vengan con hostias. Una tobillera de alarma para delincuentes, como Madoff.
La emoción del relato me está limitando la descripción del contexto. Me estoy enrollando, ya lo sé. Ahora me queda poco espacio para explicarles los pequeños intríngulis de la gran estafa. De cómo la nieta Shana Madoff se casó con el agente de la SEC -controlador de valores- Eric Swanson, el mismo que llevó las investigaciones sobre el abuelo estafador desde 1999. Y el detalle del malvado cómplice Frank Dipascali, el mejor bufete financiero, el otro Midas de Madoff que colocó al hijo de Michael Mukasey, equivalente a nuestro ministro de Justicia, como pasante con mucho futuro. Y uno entonces se pregunta ingenuamente si la gran estafa no era como las obras de teatro de Lillian Hellman, con pocos personajes y caracteres muy intensos, pero ahítos de mierda.
Y ahora todo es humo, o lo que es lo mismo, es papel. Hasta tal punto es papel, que la gran ofensiva de los financieros del mundo se concentra en la prensa y los medios de comunicación. No lo estamos haciendo bien, según ellos, porque alarmamos al personal, y debemos ser responsables y achicar el agua. Quizá tengan razón en el aspecto más obvio y hasta más cruel, porque nacimos para informar a la sociedad y vamos abocados a la perentoria tarea de bomberos ilustrados. Porque esta crisis, que algunos con sentido del humor llaman de confianza, no es otra cosa que poner las cosas en su sitio. Y Madoff ha hecho una aportación fundamental a nuestra civilización, por varias razones. La primera, que el sistema es una estafa. La segunda, que la legalidad sólo se aplica a los que la asumen. Y la tercera, que nuestra candidez sólo es equiparable a nuestra ignorancia.
¿Saben ustedes cuándo los tigres de las finanzas empezaron a detectar que Bernard L. Madoff tenía problemas y había llegado el momento de escapar y salvarse de la quema? Cuando compulsaron las donaciones de la familia Madoff en el 2007 y descubrieron que sólo había aportado para obras benéficas 95.000 dólares. Muy mala señal. Todos recordaban, porque él se lo hizo saber al mundo entero, que al enterarse de que a su sobrino le diagnosticaron leucemia, entregó seis millones de dólares a la investigación sobre el cáncer. Y aquí hemos de quedarnos. Aparquemos para otra ocasión la experiencia española. Eso sí, acepten un consejo para los tiempos que corren: nunca se fíen de la gente con excelente reputación; sólo fíjense en quién se la concede.
Esta crisis, que algunos con sentido del humor llaman de confianza, no es más que poner las cosas en su sitio
No nos reímos ni nada de los albaneses! Europa entera, empezando por los grandes mercados financieros, se descojonaban de risa. Albania, un país que salía del más cafre de los comunismos, tras tropecientos años de dictadura ominosa y absurda hasta el delirio, había descubierto el intríngulis del capitalismo; se podía vivir sin trabajar, apenas uno invirtiera en bolsa. Una bolsa a la albanesa, por supuesto. Usted colocaba sus dineros en el chiringuito de un fulano listo, al que conocía todo el pueblo, y recibía intereses suculentos. Al principio, cada año. Luego cada seis meses, y al final, cada trimestre. Bastaba trabajar un año y luego poner el dinero ahorrado a florecer.
Fueron los tiempos de las famosas pirámides albanesas, que no eran una obra arquitectónica pero tenían más secretos que las de los faraones. Todo el país, desde el más pringado de los oficinistas hasta ministros y primeros ministros, todos, descubrieron que el capitalismo tenía un truco y que ellos, por ser albaneses descendientes del gran Skanderberg, lo habían pillado apenas descuajeringado el socialismo borreguil de Enver Hoxa. Vivieron y disfrutaron del capitalismo salvaje durante siete años, de 1990 a 1997. Fue, digámoslo todo, un periodo de gozo blanqueador de dinero negro; se compraron armas para Kosovo a precios del mercado del oro, y así se pudieron armar todos, y la droga y la prostitución. Fue de fábula y aún están esperando que alguien lo cuente por lo menudo. Albania, el culo de Europa, demostró en un quítame-esa-estatua que ser capitalista era un privilegio sólo concedido a los pueblos avispados. ¡No nos reímos ni nada de los albaneses cuando se descubrió la estafa piramidal!
¡Pero, hombre, Bernard L. Madoff, el rey del Palm Beach Country Club, el judío pródigo, modelo de generaciones de sionistas -la Universidad Yeshiva-, el caballero amable jactancioso de su señora, la única, hoy lamentablemente retenida, y con dos hijos prodigiosos, Marc y Andrew, y sobrinas y nietas, en fin, el mago de las finanzas del siglo XXI, el que marcaba el camino, el mesías financiero de la nueva era, el Midas de los Midas! No sólo detectaba dónde estaba el dinero, sino que te lo sacaba y luego lo multiplicaba. Los rústicos albaneses duraron con su invento apenas siete años, pero Madoff alcanzó cuarenta. Y como le podrá explicar cualquier alumno de primero de económicas, lo suyo no era la vulgar pirámide, que al fin y al cabo exige muchos cómplices para el delito, sino el esquema Ponzi, en el que basta con uno que esté en el secreto.
Confieso mi embeleso ante el fenómeno de Bernard L. Madoff. Bastaría decir que aún hoy me quedo perplejo ante el más grande estafador que ha conocido la historia. Me refiero a estafas económicas, porque en las políticas las ha habido mayores. Y reflexionemos un momento sobre la unción con la que se le trata, una prueba inequívoca del respeto al dinero. Porque a diferencia del criminal político, y no digamos del criminal a secas, del asesino múltiple, el delincuente económico de altura ejerce una atracción diabólica. Ocurre con ellos como con las damas hermosas entradas en años: quien tuvo retuvo. Sin esa complicidad no sería posible entender por qué un atracador, un ladrón, lo que en definitiva es Madoff, fuera detenido de un modo que ni a usted ni a mí, por mucha gracia y mucha suerte que tengamos, jamás nos otorgarían. Si usted hubiera robado un banco, sin desgracias personales, como se dice ahora, le detendría un grupo policial que le llevaría a trompicones hasta la comisaría. Eso, si tiene la suerte de que no le toque algún chico airado de los Mossos d'Esquadra, que le puede forrar a hostias y encima los plumillas tertulianos le dirán que bien merecido se lo tiene, por emigrante.
¡Cómo no me va a fascinar Madoff si ahí está el mejor guión de Hollywood de los últimos años! Imagínense que el policía que le fue a detener, inspector Theodore Caciopi, después de llamar a la puerta -detalle importante, tratándose de un delincuente de máxima categoría; lo normal hubiera sido derribarla de una patada o con el pequeño explosivo al uso; a usted y a mí nos lo harían, por mucho menos, sin necesidad de ser reincidentes con cuarenta años de ejercicio-, y una vez expedita la entrada y enfrentado el policía Caciopi al criminal veterano, le espeta esta pregunta antológica: '¿Hay alguna explicación inocente?'. Se fijan bien, retienen el momento histórico. La justicia de los Estados Unidos, enfrentada al más grande de los delincuentes económicos de su larga historia delictiva, le echa una mano comprensiva, que ni los grandes del género, Simenon, Agatha Christie, no digamos ya el inmenso Dashiell Hammett, o el sublime Raymond Chandler, hubieran imaginado nunca. ¿Una explicación inocente? No hay guionista, lo reconozco, capaz de tal genialidad discursiva.
Y entonces, Madoff, en caballero impecable, que no dudo que lo sea, ¿por qué no iba a serlo? Nadie que no fuera un caballero podría engañar durante cuarenta años a todos los caballeros que estafó. Y entonces, Madoff respondió: 'No hay ninguna explicación inocente'. Magistral. Sería el momento para hacer una pausa para la publicidad y las agencias pagarían millones por esa cuña. Bien, prosigamos. Le llevan ante el juez, y ¿qué creen que hizo ese jurista impertérrito? Pues le obligó a permanecer en casa por las noches, y de día, ponerse una tobillera de alarma electrónica. Qué detalle emotivo. ¡Una tobillera! El día que por un desliz -tengo muchos- me detengan los Mossos d'Esquadra yo me pido una tobillera y luego que no me vengan con hostias. Una tobillera de alarma para delincuentes, como Madoff.
La emoción del relato me está limitando la descripción del contexto. Me estoy enrollando, ya lo sé. Ahora me queda poco espacio para explicarles los pequeños intríngulis de la gran estafa. De cómo la nieta Shana Madoff se casó con el agente de la SEC -controlador de valores- Eric Swanson, el mismo que llevó las investigaciones sobre el abuelo estafador desde 1999. Y el detalle del malvado cómplice Frank Dipascali, el mejor bufete financiero, el otro Midas de Madoff que colocó al hijo de Michael Mukasey, equivalente a nuestro ministro de Justicia, como pasante con mucho futuro. Y uno entonces se pregunta ingenuamente si la gran estafa no era como las obras de teatro de Lillian Hellman, con pocos personajes y caracteres muy intensos, pero ahítos de mierda.
Y ahora todo es humo, o lo que es lo mismo, es papel. Hasta tal punto es papel, que la gran ofensiva de los financieros del mundo se concentra en la prensa y los medios de comunicación. No lo estamos haciendo bien, según ellos, porque alarmamos al personal, y debemos ser responsables y achicar el agua. Quizá tengan razón en el aspecto más obvio y hasta más cruel, porque nacimos para informar a la sociedad y vamos abocados a la perentoria tarea de bomberos ilustrados. Porque esta crisis, que algunos con sentido del humor llaman de confianza, no es otra cosa que poner las cosas en su sitio. Y Madoff ha hecho una aportación fundamental a nuestra civilización, por varias razones. La primera, que el sistema es una estafa. La segunda, que la legalidad sólo se aplica a los que la asumen. Y la tercera, que nuestra candidez sólo es equiparable a nuestra ignorancia.
¿Saben ustedes cuándo los tigres de las finanzas empezaron a detectar que Bernard L. Madoff tenía problemas y había llegado el momento de escapar y salvarse de la quema? Cuando compulsaron las donaciones de la familia Madoff en el 2007 y descubrieron que sólo había aportado para obras benéficas 95.000 dólares. Muy mala señal. Todos recordaban, porque él se lo hizo saber al mundo entero, que al enterarse de que a su sobrino le diagnosticaron leucemia, entregó seis millones de dólares a la investigación sobre el cáncer. Y aquí hemos de quedarnos. Aparquemos para otra ocasión la experiencia española. Eso sí, acepten un consejo para los tiempos que corren: nunca se fíen de la gente con excelente reputación; sólo fíjense en quién se la concede.
Esta crisis, que algunos con sentido del humor llaman de confianza, no es más que poner las cosas en su sitio
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